domingo, 28 de noviembre de 2010

Reflexiones sobre la Ingenuidad

REFLEXIONES SOBRE LA INGENUIDAD.




Para introducir en este tema parece adecuado recordar una anécdota del conocido ingénuo Santo Tomás de Aquino, a este le habían puesto el mote de Buey mudo de Sicilia. Se burlaban de su imperturbable calma y su ingenua credulidad. Aunque su ingenuidad no estaba exenta de genialidad. Pues aconteció que un día le gritaron desde el claustro, al pie de su ventana: “¡Hermano Tomas! ¡Hermano Tomás!… ¡Corre mira! ¡Un buey que vuela!”. Tranquilamente, se acerco a la ventana, siendo recibido con sonoras carcajadas… “¡Se lo ha creído! ¡Se lo ha creído!” Gritaban todos. “¡Es bobo!” Tomás, imperturbable, respondió:

“prefiero creer que un buey puede volar a pensar que un dominico miente…”.

Las risas se desvanecieron como por arte de magia, pero aquello le dolió mucho, por proceder de quien procedía. Su aguda réplica ponía de manifiesto que un hombre tranquilo, cuando se le fuerza a atacar, puede ser peligroso. De alguna manera es arriesgado suscitar la ira del cordero.
En latín, el adjetivo ingenuus significaba ‘natural’, ‘puro’, ‘no alterado’, y se aplicaba también a los hombres nacidos libres, a los ciudadanos del Imperio. En tiempos de Cicerón (siglo I a. C.) el sentido de esta palabra ya se había extendido para calificar a un hombre probo, honesto, recatado.
Lucrecio usaba la expresión ingenuus fontes para referirse a ‘manantiales límpidos’ y, pocos años más tarde, Tito Livio expresaba: Nihil ultra quam ingenui (Nada más que hijos legítimos).


Ingenuus provenía de gignere ‘engendrar’, ‘generar’ con el prefijo -in, para significar ‘nacido dentro’. No solamente utilizado en sentido lato como, el nacido en el país o en la familia, si no en amplio sentido de nacido en el "Centro".
En textos de Alfonso X el Sabio, ingenuo conservaba aún ese significado, pero en algún momento el sentido de ‘honestidad’ y ‘recato’ cedió su lugar a la denotación actual de ‘cándido’ o ‘inocente’.
La base prehistórica indoeuropea genu-, que significaba ‘rodilla’, no entró en nuestra lengua como nombre de esa parte de la pierna, pero sí está presente en la forma como llamamos al acto de arrodillarse: genuflexión, del latín genu flexio, literalmente, ‘doblar la rodilla’.




Otra de las palabras derivadas de genu- es genuino. Proviene de una antigua costumbre de los etruscos, heredada por los romanos, por la cual un padre ponía a su hijo recién nacido sobre la rodilla para expresar que lo reconocía como suyo, o sea, declararlo genuino. La rodilla descubierta denota, en la iconología, al hombre iniciado en los misterios, al santo y sabio. Aquí una foto de un Santo de la Iglesia 
de San Gil de Zaragoza.





  También una rodilla desnuda se interpreta como señal de clemencia.   Cito textualmente lo que encontré: 
"La Justicia es justa con la balanza; es potente y severa con la espada, es imparcial y terrible con la venda; es clemente y benigna con esa rodilla desnuda que, desde la época clásica, es el lugar del cuerpo humano en el cual residen la piedad y la benignidad, la magnanimidad y la clemencia del poderoso"






Frithjof Schuon


La atribución de un espíritu ingenuo a todos los que nos han precedido es el medio más sencillo de realzarse uno mismo, y es tanto más fácil y seductor cuanto que se fun-da en parte sobre comprobaciones exactas, aunque fragmentarias, y explotadas a fondo —con ayuda de generalizaciones abusivas e interpretaciones arbitrarias— en función del evolucionismo progresista. En primer lugar sería necesario entenderse acerca de la noción misma de ingenuidad: si ser ingenuo es ser directo y espontáneo e ignorar el di-simulo y los subterfugios, y también sin duda ciertas experiencias, los pueblos no mo-dernos efectivamente poseen —o poseían— una cierta ingenuidad; pero si ser ingenuo es simplemente estar desprovisto de inteligencia y sentido crítico y ser accesible a todos los engaños, ciertamente no hay razón alguna para admitir que nuestros contemporáneos sean menos ingenuos que lo eran nuestros antepasados.
En cualquier caso hay pocas cosas que este ser «insularizado» que es «el hombre de nuestro tiempo» soporte menos que el riesgo de parecer ingenuo; que perezca todo el resto con tal de que el sentimiento de no dejarse engañar por nada quede a salvo. En realidad, la más grande de las ingenuidades es creer que el hombre pueda escapar a cualquier ingenuidad en todos los planos y que le sea posible ser integralmente inteli-gente por sus propios medios; queriendo ganar todo por la astucia se acaba por perder todo en la ceguera y la impotencia. Los que reprochan a nuestros antepasados haber sido tontamente crédulos olvidan en primer lugar que igualmente se puede ser tontamente incrédulos y después que en materia de credulidad no hay nada como las ilusiones de las que viven los sedicentes destructores de ilusiones; pues se puede reemplazar una credu-lidad simple por una credulidad complicada, y adornada de meandros con una duda in-dispensable que forma parte del estilo, pero que es siempre credulidad; la complicación no hace al error menos falso, ni a la tontería menos tonta.



Contra las estampas de Epinal de una Edad Media desesperadamente ingenua y un siglo XX perdidamente inteligente, haremos valer que la historia no abole la sencillez de espíritu, sino que la va desplazando, y que la ingenuidad más flagrante es no darse cuenta de ello; no hay nada más simplista que esta pretensión de «volver a partir de cero» en todos los planos, o este autodesarraigo sistemático —e indeciblemente insolente— con que se caracterizan algunas tendencias del mundo contemporáneo. 

 


Se quieren atribuir no sólo a las gentes de la Edad Media, sino incluso a las generaciones precedentes todos los engaños posibles y se tendría vergüenza en parecérseles; el siglo XIX parece casi tan lejano como la época merovingia. Las opiniones corrientes prueban que uno se cree in-comparablemente más «realista» que cualquier espíritu de un pasado incluso reciente; «nuestro tiempo» o el «siglo XX», o la «era atómica», parecen flotar como un islote desarraigado, o como una mónada fabulosamente «lúcida», sobre milenios de infanti-lismo y aturdimiento. El mundo contemporáneo es como un hombre que se avergonzara de haber tenido padres y que él mismo quisiera crearse y recrear el espacio, el tiempo y todas las leyes físicas, o que quisiera extraer de la nada un mundo objetivamente perfec-to y subjetivamente confortable y todo ello por medio de una actividad creadora sin Dios o contra Dios; la desgracia es que al querer crear a un Ser nuevo, no se termina más que destruyéndose uno mismo.



La media de la juventud contemporánea, según parece, tiende a hacer responsables a nuestros padres de todos los males, lo que es una actitud perfectamente absurda, pues además de que nuestros padres podrían hacer el mismo reproche a los suyos y así suce-sivamente, nada prueba que los hijos de la juventud actual no tendrán sólidas razones para dejar de hacer el mismo reproche a sus mayores. Si los jóvenes de hoy declaran ser inocentes por principio, puesto que no tienen ninguna ideología y no se interesan en la política, olvidan que un mundo puede ir a la deriva precisamente por esta razón; se pue-de provocar una desgracia porque se hace algo, pero también se puede provocar porque no se hace nada, ya que nunca se está solo en el mundo y otros se encargan de pensar y actuar por los que no tienen ganas de ello. El hombre contemporáneo ha amontonado una multitud de experiencias, y de ahí una cierta desilusión, pero las conclusiones que saca son tan falsas que reducen prácticamente a nada todo lo que se ha adquirido, o que debería haberse adquirido.





Un hecho que puede inducir a error, y que no se deja de explotar, es la analogía entre la infancia de los individuos y la de los pueblos; pero esta analogía no es más que parcial, y en cierto aspecto incluso inversa, al ser la colectividad en este aspecto lo contrario —o la imagen invertida— del individuo. En efecto, mientras que en el individuo es la vejez la que representa normalmente la sabiduría, ésta coincide en la colectividad tradicional —y también en la humanidad tomada en su conjunto— con el origen, es de-cir, con los «tiempos apostólicos» respecto a una civilización y con la «edad de oro» en relación con toda la humanidad; pero lo mismo que cada civilización decae a semejanza del género humano, al alejarse de los orígenes y aproximarse a los «últimos tiempos», al igual el individuo decae, al menos físicamente, con la edad; y del mismo modo que la época de la Revelación o la «edad de oro» es un período en que el Cielo y la Tierra se tocan y donde los Angeles conversan con los hombres, la infancia del individuo desde cierto punto de vista es un tiempo de inocencia, de felicidad y cercanía del Cielo; hay, pues, una analogía directa con los ciclos de la colectividad de modo paralelo a una ana-logía inversa que sitúa la sabiduría en el origen de la vida colectiva y al final de la vida individual. Sin embargo, es innegable que una sociedad envejecida ha atesorado expe-riencia y ha desarrollado artes —pero esto no es sino una exteriorización— y ello es precisamente lo que induce a error cuando a priori se aceptan los postulados del evolucionismo.



Evidentemente hay que distinguir entre una ingenuidad que es intrínseca y otra extrínseca; esta última no existe más que accidentalmente y en relación con un mundo que procede de ciertas experiencias, pero lleno de hipocresía, de habilidad vana y de disimulo; ¿cómo un hombre que ignora la existencia de la mentira, o que no la conoce más que a título de pecado capital y excepcional, no sería ingenuo al contacto de una sociedad ruin y cobarde? Para una persona patológicamente sin principios cualquier hombre normal es ingenuo; para los estafadores, las gentes honestas son los ingenuos. Incluso un cierto sentido crítico, lejos de ser una superioridad en sí mismo, no es sino una excrecencia producida por un ambiente donde todo está falsificado: es de este modo como la naturaleza produce reflejos de autodefensa y adaptaciones que no se explican más que por un ambiente determinado o por unas circunstancias crónicas; se admitirá sin trabajo que las cualidades físicas particulares del esquimal o del bosquimano no constituyen en sí mismas superioridades.
Si las gentes de antaño parecen cándidas es con frecuencia en función de la perspectiva deformadora debida a una corrupción más o menos generalizada; acusarles de inge-nuos es en suma aplicarles una ley retroactiva, jurídicamente hablando. Del mismo modo, si determinado autor antiguo puede dar una impresión de simplicidad de espíritu se debe en gran parte a que no tenía que tener en cuenta mil errores todavía desconocidos ni mil posibilidades de mala interpretación, y también porque su dialéctica no tenía que parecerse a una danza escocesa entre huevos, teniendo en cuenta que podía prescindir ampliamente de matices; las palabras tenían todavía un frescor y una plenitud —o una magia— que nos es difícil imaginar en el clima de inflación verbal en que vivimos.
La ingenuidad como simple falta de experiencia es algo forzosamente muy relativo: los hombres —las colectividades en cualquier caso— no pueden dejar de ser ingenuos en relación con las experiencias que no han hecho —y que manifiestan posibilidades que no han podido prever— y a los que las han realizado les es fácil juzgar la inexpe-riencia de los demás y creerse superiores a ellos; lo que decide el valor de los hombres no es la acumulación de experiencias, sino la capacidad de sacar partido de ellas. Pode-mos ser más perspicaces que otros respecto a las experiencias que hemos hecho, mien-tras somos más ingenuos frente a las experiencias que nos quedan por hacer, o que so-mos incapaces de hacer y otros habrían hecho en nuestro lugar; pues una cosa es vivir un acontecimiento y otra sacar sus consecuencias. Jugar con fuego porque se ignora que quema es sin duda una ingenuidad; pero arrojarse al agua porque uno se ha quemado un dedo no es mejor, pues ignorar que el fuego quema no es más ingenuo que no saber que uno puede escapar de otro modo que ahogándose. El gran y clásico error es remediar los abusos por otros abusos —eventualmente menores en apariencia, pero más fundamenta-les porque ponen en tela de juicio los principios— o, dicho de otro modo, eliminar la enfermedad matando al paciente.

Una clase de ingenuidad que podríamos reprochar a nuestros antepasados en el plano de las ciencias físicas es cierta confusión de competencias: a falta de experiencia u ob-servación —pero desde luego no es eso lo que nos molesta— eran a veces propensos a sobreestimar el alcance de las correspondencias cósmicas, de modo que les sucedía el aplicar imprudentemente a un determinado orden leyes valederas para otro, por ejemplo, creer que las salamandras soportan el fuego —y que incluso pueden apagarlo— a causa de ciertas propiedades de estos batracios y, sobre todo, a causa de la confusión entre estos últimos y los «espíritus ígneos» del mismo nombre; los antiguos estaban sujetos a semejantes errores, ya que todavía conocían por experiencia el carácter proteico de la substancia sutil que envuelve y penetra el mundo material o, dicho de otra forma, la barrera entre los estados corporales y anímicos aún no estaba tan coagulada como en épocas más tardías. El hombre de hoy, en cambio, es relativamente excusable también en este plano, pero en dirección inversa, en el sentido de que la total ausencia de expe-riencia de las manifestaciones anímicas sensibles parece confirmar su materialismo; sin embargo, sea cual sea la inexperiencia del mundo moderno en las cosas de orden aními-co o sutil, existen no obstante fenómenos de este género que en modo alguno le son in-accesibles en principio, pero que a priori califica de «supersticiones» y que abandona a los ocultistas.
Por lo demás, la aceptación de la dimensión anímica forma parte de la religión: no se puede negar la magia sin errar en la fe; respecto a los milagros si sobrepasan el plano anímico en cuanto a su causa, sin embargo lo atraviesan en cuanto a su efecto. En el lenguaje de los teólogos el término de «superstición» se presta a confusión porque expresa dos ideas completamente diferentes, por una parte, una falsa aplicación del sentimiento religioso, y por otra, la creencia en cosas irreales o ineficaces: de este modo se llama «superstición» al espiritismo, que no lo es más que desde el punto de vista de la interpretación y el culto, pero no de los fenómenos, y a ciencias como la astrología, que son totalmente reales y eficaces y que no implican ninguna desviación de tipo pseudo-religioso. En realidad, es preciso entender por superstición, no las ciencias o los hechos que se ignoran y que se ridiculizan sin comprender una sola palabra, sino las prácticas, vanas en sí mismas o totalmente incomprendidas, llamadas a suplir la ausencia de acti-tudes espirituales o ritos eficaces; igualmente una interpretación errónea o abusiva de un simbolismo o de cualquier coincidencia, con frecuencia en conexión con temores o es-crúpulos quiméricos, es supersticiosa y así sucesivamente. En nuestros días la palabra «superstición» ya no significa nada; cuando los teólogos la emplean —insistamos en ello todavía—, nunca se sabe si censuran una diablura concreta o una simple ilusión; para ellos, un acto mágico y un simulacro de magia parecen ser lo mismo y no sienten la contradicción que hay en declarar a la vez que la brujería es un gran pecado y que no es más que una superstición.
Pero regresemos a las ingenuidades científicas de los antiguos: según Santo Tomás de Aquino, «un error que concierne a la creación engendra una falsa ciencia sobre Dios», lo que no significa que el conocimiento de Dios exija un conocimiento total de los fenómenos cósmicos —condición perfectamente irrealizable por otra parte—, sino que nuestro conocimiento debe ser, o simbólicamente justo o físicamente adecuado; en este último caso debe guardar para nosotros una inteligibilidad simbólica, sin la cual cualquier ciencia es vana y nociva. Por ejemplo: la tierra plana y la rotación del cielo son comprobaciones frente a las que la ciencia humana tiene el derecho de detenerse o limitarse, puesto que el simbolismo espiritual refleja adecuadamente una situación real; pero la hipótesis evolucionista es una tesis falsa y perniciosa a la vez, ya que —además de que es contraria a la naturaleza de las cosas— quita al hombre su significado esencial y arruina al mismo tiempo la inteligibilidad del mundo. En la ciencia humana sobre los fenómenos hay siempre una parte de error; en este terreno no podemos alcanzar sino conocimientos relativos, pero que pueden ser globalmente suficientes dentro del contex-to de nuestra ciencia espiritual. Los antiguos conocían las leyes sensibles de la naturale-za, su astronomía se fundaba más o menos en las apariencias y contenía errores materia-les —no espirituales, ya que las apariencias son providenciales y tienen para nosotros un significado—, pero esta deficiencia se encuentra ampliamente compensada por la totali-dad del saber tradicional, que abarca, en efecto, a los Angeles, los Paraísos, los demo-nios, los infiernos, la espontaneidad no evolutiva de la creación —es decir, la cristaliza-ción de las Ideas celestiales en la substancia cósmica—, el fin apocalíptico del mundo y muchos otros datos más; estos datos —sea cual fuere su revestimiento místico— son esenciales para el ser humano. En cambio, una ciencia negadora de estos datos, aunque fuese prodigiosa en la observación material de los fenómenos sensibles, no podría rei-vindicar el principio enunciado por Santo Tomás, primero porque el saber de las cosas esenciales predomina sobre el saber de las cosas secundarias, y después, porque un sa-ber que excluye, de hecho y por principio, las cosas esenciales de la creación está infini-tamente más lejos de la adecuación exacta y total que una ciencia aparentemente «inge-nua», pero integral.
Si es «ingenuo» creer —porque se ve así— que la tierra es plana y que el cielo con los astros gira a su alrededor, no es menos «ingenuo» tomar al mundo sensible por el único mundo, o por el mundo total, y creer que la materia —o la energía si se prefiere— es la Existencia como tal; estos errores son incluso infinitamente más grandes que el del sistema geocéntrico. Además, el error materialista y evolucionista, ya lo hemos dicho, es infinitamente nocivo —la cosmología primitiva y «natural» no lo es en ningún gra-do—, lo que muestra claramente que no hay ninguna medida común entre la insuficien-cia de la antigua cosmografía y la falsedad global —no decimos «parcial»— de esta ciencia prometeica y titánica cuyo principio nos ha sido legado por la decadencia griega.
Y esto sí que es característico de los estragos del cientificismo y de su psicología particular: si se hace ver a un progresista convencido que el hombre no podría soportar psicológicamente el ambiente de otro planeta —se habla de crear en ellos colonias en caso de superpoblación terrestre—, responderá sin pestañear que se va a fabricar un hombre nuevo que tenga las cualidades requeridas; esta inconsciencia y esta insensibili-dad son señal ya de lo inhumano y lo monstruoso, pues al negar lo que hay en el hombre de total e inalienable, se ridiculiza la intención divina que nos hace ser lo que somos y que ha consagrado nuestra naturaleza por el «Verbo hecho carne». Tácito se burlaba de los germanos que intentaban detener un torrente con sus escudos; sin embargo, ello no es más ingenuo que creer en la emigración planetaria, o en la instalación con medios puramente humanos de una sociedad humana definitivamente satisfecha y perfectamen-te inofensiva continuando indefinidamente en progreso. Todo esto prueba que el hom-bre, si ha llegado a ser forzosamente menos ingenuo para algunas cosas, no ha aprendi-do nada en cuanto a lo esencial, por decir lo menos; la única cosa de la que es capaz el hombre abandonado a sí mismo es de «hacer los pecados más antiguos de la manera más nueva», como diría Shakespeare . Y al ser el mundo lo que es, sin duda no se co-mete una perogrullada por añadir que vale más ir ingenuamente al Cielo que ir inteli-gentemente al infierno.

Cuando se busca reconstituir la psicología de los antepasados se comete casi siempre el grave error de no tener nunca en cuenta las repercusiones internas de sus manifesta-ciones externas: lo que importa no es un perfeccionamiento superficial, sino la eficacia de nuestras actitudes con vistas a lo Invisible o lo Absoluto. Modos de pensar y actuar que nos desconciertan eventualmente por su ingenuidad en la superficie —particularmente en la vida de los santos— a menudo encubren una eficacia tanto más grande en profundidad; el hombre de las épocas más tardías por más que ha acumulado una multitud de experiencias y mucha habilidad es con seguridad menos «auténtico» y «eficaz», o menos sensible al influjo de lo sobrenatural, que sus lejanos padres; por más que sonría —el «civilizado» hecho «adulto»— a un razonamiento aparentemente sim-plista o a una actitud a priori infantil o «prelógica», la eficacia interna de estos puntos de referencia se le escapa. Los historiadores y los psicólogos están lejos de dudar que la cáscara de los comportamientos humanos es siempre algo relativo y que un más o un menos en este único plano no tiene nada de decisivo, puesto que sólo importa el meca-nismo interno de nuestro contacto con los estados superiores o las prolongaciones celes-tiales; se calcula en algunos milenios la distancia mental entre un primitivo actual y un civilizado, mientras que la experiencia prueba que esta separación, allí donde existe, no es más que de algunos días, pues el hombre es por todas partes y siempre el hombre.

No sólo la ingenuidad y la superstición se desplazan; también lo hace la inteligencia, y lo uno trae aparejado lo otro; se puede uno dar cuenta de ello al leer textos filosóficos o críticas de arte, donde un terco individualismo trata de realzarse con los soportes de una pretenciosa pseudo-psicología; es como si se quisiese adoptar la sutilidad de un es-colástico y la sensibilidad de un trovador para decir que hace calor o frío. Se hace un monstruoso despilfarro de habilidad mental para exteriorizar opiniones que no tienen ninguna relación con la inteligencia; los que por naturaleza no están dotados intelec-tualmente, aprenden a fingir que piensan e incluso ya no pueden prescindir de esta im-postura; mientras que, los que están dotados, corren el riesgo de olvidarse de pensar al seguir la corriente. La apariencia de una subida es aquí en realidad un descenso, la igno-rancia y la ininteligencia se encuentran a gusto dentro de un refinamiento completamen-te superficial, y de ello resulta un clima que hace aparecer a la sabiduría bajo un aspecto de ingenuidad, de tosquedad y de ensueño.
En nuestros días, todo el mundo quiere parecer inteligente; se preferiría ser tachado de criminal a serlo de ingenuo, si eso se pudiese hacer sin riesgos. Pero como la inteli-gencia no se obtiene del vacío, se acude a subterfugios: uno de los más corrientes es la manía de la «desmixtificación» que permite darse aires de inteligente sin mucho esfuer-zo, pues basta con decir que la reacción normal frente a un fenómeno es un «prejuicio» y que ya es hora de presentarlo fuera de la «leyenda»; si se pudiese sostener que el oc-éano es un estanque y el Himalaya una colina, se haría. A ciertos autores les resulta im-posible limitarse a comprobar, como todo el mundo lo ha hecho antes que ellos, que tal cosa o tal hombre tuvo tales cualidades y tal destino; siempre hay que comenzar por subrayar que «se ha dicho demasiado que…» y que la realidad es totalmente diferente y que por fin se ha descubierto y que, antes, todo el mundo estaba en la «mentira». Se aplica esta estratagema sobre todo a cosas evidentes y universalmente conocidas; sin duda sería demasiado ingenuo reconocer en dos palabras que un león es un carnívoro y que no es completamente inofensivo.
De cualquier modo, por todas partes hay ingenuidad y siempre la ha habido; al hom-bre le es imposible salir de ella si no es más allá de lo humano; y en esta verdad se sitúa la clave y la solución del problema. Pues lo que importa no es la pregunta de saber si la dialéctica o los comportamientos de un Platón son o no ingenuos, o si lo son en uno u otro grado —y uno querría saber exactamente dónde se encuentran las medidas absolu-tas de todo esto—, sino únicamente el hecho de que el sabio o el santo tienen interior-mente acceso a la Verdad concreta; la formulación más sencilla —sin duda la más «in-genua» para el gusto de algunos— puede constituir el umbral del Conocimiento más total y profundo .
Si la Biblia es ingenua, es un honor ser ingenuo; si los filosofismos negadores del Espíritu son inteligentes, no hay inteligencia. Detrás de la humilde creencia en un Paraí-so situado en las nubes hay al menos un fondo de verdad inalienable y, sobre todo —y esto no tiene precio—, una realidad misericordiosa que nunca defrauda.



Los Leones de Agüero

La iglesia de Santiago de Agüero


A unos setecientos metros al Este del casco urbano de Agüero, se levanta un espléndido edificio de estilo románico que siempre ha sido tenido como ermita del lugar, aunque su magnificencia denota que su condición de ermita es sólo una impresión puramente topográfica.




El pueblo es un conjunto pintoresco, de trazado medieval.





De esta Iglesia, Coco Balasch me envió  estas fotos que hizo de  los leones que aparecen en la iglesia de Agüero.








Me apuntó su extremo parecido a los leones chinos. Parece increíble la semejanza de estos dragones-leones románicos con los chinos.





Sobre este tema, encontré un artículo que comenta un curioso juego poético de, inversamente a lo que aparece en la iglesia de Agüero, habla de un hombre que comía leones. 



La increíble tonalidad de la lengua china

Casi como un juego, el poema del “poeta que comía leones” logra narrar una historia completa con la sola pronunciación del sonido “Shi”


Leonardo Vintiñi - La Gran Época
03.01.2008 11:02





No es un secreto que la lengua china antigua, es la más rica en tonos entre todas las lenguas del mundo. También es conocido que, como en toda lengua tonal, una misma sílaba pronunciada en dos tonos distintos, pueden significar cosas radicalmente diferentes. Sin embargo, luego de escuchar la pronunciación original del poema chino de Shi, escrito hace “apenas” 2 milenios y medio, no queda otra reacción más que el asombrarse ante el extremo al que puede llegar el manejo de los tonos en el país de la cultura del dragón.
Casi como un juego, el poema del “poeta que comía leones” logra narrar la historia completa del temerario escritor, con la sola pronunciación del sonido “Shi”, haciendo una rica combinación de los cuatro tonos vocales posibles de los que se vale el chino tradicional.
Aunque la tergiversación del lenguaje chino a través de los años pueda hacer parecer un poco incoherente la lectura del poema en la forma moderna de escritura, cualquier lector medianamente instruido puede deleitarse fácilmente con el ingenio del poema de Shi, escrito supuestamente por el poeta antiguo Yuen Ren Chao.
En el idioma castellano, las líneas del poema del poeta que comía leones básicamente rezan:
En una guarida de piedra estaba el poeta Shi, el cual amaba comer leones. Y decidió comerse diez.
Él a menudo iba al mercado para cazar leones.
Un día a las diez en punto, diez leones acababan de llegar al mercado.
En aquel momento, Shi acababa de llegar al mercado también.
Viendo esos diez leones, él los mató con flechas.
Él trajo los cadáveres de los diez leones a la guarida de piedra.
La guarida de piedra estaba húmeda. Lo que le hizo esperar hasta limpiarla.
Después de que la guarida de piedra fue limpiada, el intentó comerse esos diez leones.
Cuando él comió, se dio cuenta de que esos diez leones eran en realidad diez cadáveres de leones de piedra.
Intenta explicar esto.
En sus 92 caracteres chinos, el poema puede expresarse en su forma más elegante:
《施氏食獅史》
石室詩士施氏,嗜獅,誓食十獅。
氏時時適市視獅。
十時,適十獅適市。
是時,適施氏適市。
氏視是十獅,恃矢勢,使是十獅逝世。
氏拾是十獅屍,適石室。
石室濕,氏使侍拭石室。
石室拭,氏始試食是十獅。
食時,始識是十獅,實十石獅屍。
試釋是事。
Sin embargo, la forma más curiosa en la que los occidentales pueden apreciarlo, seguramente será en el Pinyin, una forma de escritura romanizada en la que cada carácter se traduce como una sílaba, y en la que cada tono está expresado en los cuatro acentos distintos utilizados por las lenguas chinas y derivadas:
«Shī Shì shí shī shǐ»:
Shíshì shīshì Shī Shì, shì shī, shì shí shí shī. Shíshì shīshì Shī Shì, shì shī, shì shí shí shī.
Shì shíshí shì shì shì shī. Shì shíshí shì shì shì shī.
Shí shí, shì shí shī shì shì. Shí shí, shì shí shī shì shì.
Shì shí, shì Shī Shì shì shì. Shì shí, shì Shī Shì shì shì.
Shì shì shì shí shī, shì shǐ shì, shǐ shì shí shī shìshì. Shì shì shì shí shī, shì shǐ shì, shǐ shì shí shī shìshì.
Shì shí shì shí shī shī, shì shíshì. Shì shí shì shí shī shī, shì shíshì.
Shíshì shī, Shì shǐ shì shì shíshì. Shíshì shī, Shì shǐ shì shì shíshì.
Shíshì shì, Shì shǐ shì shí shì shí shī. Shíshì shì, Shì shǐ shì shí shì shí shī.
Shí shí, shǐ shí shì shí shī, shí shí shí shī shī. Shí shí, shǐ shí shì shí shī, shí shí shí shī shī.
Shì shì shì shì. Shì shì shì shì.
Dentro del poema, conceptos como piedra, comer, diez, tiempo y jurarse encuentran el mismo tono de pronunciación, mientras que otros como guarida o cuento, se encuentran en un grupo de tono distinto. Sin embargo, el poema de Shi pierde su pronunciación original si es leído en otros dialectos distintos al mandarín, tales como cantones, Min Nan o taiwanés.
Aunque las lenguas tonales puedan encontrarse en culturas de los cinco continentes, pocas de ellas son tan ricas en la variedad de pronunciaciones como el idioma chino. La aparente confusión causada por la repetición de la misma sílaba una y otra vez, desaparece si se tiene en cuenta de que, en el idioma madre de oriente, el contexto en el que cada frase se encuentra inserta, dice mucho acerca del significado de la misma.
De cualquier forma, la enunciación sonora completa del poema de Shi, constituye una de las verdaderas rarezas fonéticas capaces de arrancarnos, cuando no un asombro, una franca sonrisa.




Carta de un Maestro Sufí

CARTA DE UN MAESTRO SUFÍ


El autor de la carta es el shaikh al-`Arabí ad -Darqáwi al-Hassani, vivió en Marruecos, y allí murió  en 1823-  Ahora se admite  que el tafawwufno ha cesado de decaer tras una época de gran florecimiento, la de los Junayd, Ghazáli, Abú Madyan e Ibn`Arabi al-Hátimi. De todas maneras, los santos escapan de las fatalidades históricas: «el Espíritu sopla donde quiere».  La enseñanza del shaykh,  puede compararse con la de los verdaderos maestros de todos los tiempos, tanto por su contenido doctrinal como por su espontaneidad espiritual.  

Adjunto una carta para mostrar la sabiduría de la obra espiritual delshaykh Darqáwi.  De alguna manera es canal de un agua que viene del origen mismo de la tradición. La verdad o realidad (haqfqa) que un maestro espiritual manifiesta, sobrepasa inmen samente a todo individuo. Por eso la espontaneidad espiritual, en los maestros detafawwuf, nunca contradice su adhesión a la tradición, bien al contrario: cada uno de ellos es «único» en la medida en que es «heredero».
Mawláy-al-'Arabi ad-Darqáwi se refiere a menudo a su propio maestro, el sharif Abul-Hassan 'Al¡ ben 'Abd-Alláh al-`Imráni al-Hassani, apodado a! Jama! (el camello). Este maestro, al que encontró en Fez en 1182 (1767/68), vivía en la sombra, sólo conocido por algunos discípulos.  
He escogido esta carta porque me recuerda la doctrina Católica sobre el primer Don del Espíritu Santo, que es el Santo Temor de Dios. Lo comparo con lo que los sufies llaman al primer estado y la primera estación de la Sabiduria. Ese estado lo llaman: Al-hayba (heybá) es el estado que el alma experimenta frente a la Majestad aterradora de Dios, de la que la expresión «temor reverencial» no da cuenta sino débilmente. No deja de sorprenderme el parecido fonético con la exclamación de sorpresa que los hispanoparlantes utilizamos cuando vemos u oímos algo bello y o aterrador. ¡ ahí va !




CARTA 13






Los foqará (plural de faqir) de los primeros tiempos no buscaban sino aquello que pudiera matar sus almas (nufüs, plural de nafs) y vivificar sus corazones, mientras que nosotros hacemos lo contrario: buscamos aquello que mata nuestros corazones y vivifica nuestras almas. Ellos no se esforzaban sino en deshacerse de sus pasiones y en destronar a su ego; en cuanto a nosotros, a lo que aspiramos es a la satisfacción de nuestros deseos sensuales y a la exaltación de nuestro ego. Por eso hemos vuelto la espalda a la puerta y la cara a la pared. Y no os digo esto sino porque he visto las gracias con las que Dios colma a cualquiera que mata su alma y vivifica su corazón.


Ciertamente, nosotros con menos que eso somos felices; pero sólo el ignoran te se conforma sin llegar al fin de su camino. Me he preguntado si existe, aparte de nuestras pasiones y de nuestro egoísmo, algo más que nos separe de los dones divinos, y he encontrado, como tercer impedimento, la ausencia de nostalgia espiritual; pues las intuiciones no son concedidas generalmente más que a aquél cuyo corazón es traspasado por una intensa nostalgia y un gran deseo de contem plar la Esencia de su Señor; a él afluyen las intuiciones de la Esencia divina hasta que se extingue en Ella, liberándose de la ilusión de otra realidad además de Ella, porque a eso es a lo que Ella conduce a todos aquéllos que en Ella están fijados de continuo. Por el contrario, quien aspira exclusivamente a la ciencia o a la acción no recibe una intuición tras otra; por lo demás, no gozaría de ellas, ya que su aspiración apunta hacia algo distinto de la Esencia divina, y Dios (exaltado sea) colma a su servidor según la medida de su aspiración. Ciertamente, todo hombre participa del Espíritu, como el océano tiene olas, pero la experiencia sensual acapara a la mayoría de los hombres: se ha apoderado de sus corazones y de sus miembros y no les deja abrirse al Espíritu, puesto que la sensualidad es lo opuesto de la espiritualidad y los opuestos no se reúnen.


Vemos, por otra parte, que no se alcanza el objetivo espiritual con muchas ni con pocas obras, sino únicamente por la gracia, como dice el santo Ibn 'Atái-Lláh (que Dios esté satisfecho de él) en sus Hikam: «Si sólo pudieras llegar a Él tras la extinción de tus defectos y la anulación de tus pretensiones, nunca Le alcanzarías. Pero cuando Él quiere conducirte de nuevo hacia Sí, recubre tu cualidad con la Suya y tus atributos con los Suyos, y así te conduce hacia Sí, por lo que te llega de Su parte, no por lo que Le llega de la tuya».


Uno de los efectos de la bondad, la gracia y la generosidad divinas es que uno encuentre al maestro que educa espiritualmente, porque sin gracia divina nadie lo encontraría ni lo reconocería, ya que es más difícil conocer a un santo que conocer a Dios, como dice el santo Abu-l'Abbás al-Mursi (que Dios esté satisfe cho de él). Asimismo, en los Hikam de Ibn 'Atái-Lláh se dice: «Exaltado sea Aquél que no manifiesta a Sus santos sino para manifestarse y que no conduce hacia ellos más que a aquéllos que quiere conducir hacia Sí».


No cabe duda de que el señor de los habitantes del Cielo y de la Tierra, nuestro maestro, el Enviado de Dios (que Dios lo bendiga y le dé la paz) era abiertamente manifiesto, como un sol sobre un estandarte, y a pesar de ello no todos le vieron, sino sólo algunos. A otros, Dios se lo veló como vela a los santos para la gente de su tiempo, hasta el punto de que los calumnian y no los creen. De ello es testigo el libro de Dios: «Les verás mirar hacia ti y no te verán (Corán, VII, 197) y «Dirán: Vaya enviado, que se sustenta con comida y va por los mercados...» (Corán, XXV, 7), y así sucesivamente, según otros muchos pasajes análogos; dos terceras partes, si no más, del Libro divino hablan de los Profetas (sobre ellos la paz) calumniados por la gente de su tiempo. Entre los que no vieron al Enviado de Dios (que Dios lo bendiga y le dé la paz), se encontraba Abú Jahl (que Dios lo maldiga); en él no vio más que al huérfano adoptado por Abú Talib. Ocurre lo mismo con el maestro espiritual que a la vez es arrebatado (majdhüb) y metódico (aálik) y que se halla siempre y al mismo tiempo ebrio y sobrio: sólo algunos lo encuentran.


Ahora bien, si se lo encuentra, ese maestro ve a veces que el espíritu de su discípulo será liberado por el ayuno y le hace, pues, ayunar; otras veces, al contrario, le hará comer hasta la saciedad con el mismo objetivo; unas veces ve su beneficio espiritual en un aumento de su actividad exterior, otras en su disminu ción; unas veces en el sueño, otras en la vigilia; a veces quiere que se aleje de los hombres, a veces, al contrario, le aconseja que los trate, porque puede ocurrir que la luz interior del discípulo se haya vuelto, súbitamente, demasiado fuerte para él, de manera que el maestro tema que pueda perder la razón, como muchos discípulos de otros tiempos y de ahora, que se han vuelto locos; por eso el maestro puede sacar al discípulo de su retiro y hacerle frecuentar a la gente, para que disminuya su tensión espiritual y se vea preservado de la locura; del mismo modo, si la luz interior se debilita demasiado, el maestro lo vuelve a enviar a la soledad para que aquélla adquiera fuerza, y así sucesivamente; y el resultado depende de Dios.


Poco ha faltado para que la maestría espiritual haya dejado de manifestarse por falta de aquéllos cuyo corazón es animado por un ardiente deseo de conti nuarla; pero la Sabiduría divina jamás se agota. Vemos que la vía espiritual (tariqa) ' está necesariamente mantenida por el poder y la fuerza divinas, puesto que desciende, por nuestros maestros, del Enviado de Dios (que Dios lo bendiga y le dé la paz) y de los maestros precedentes; como decía el santo Al-Mursi (que Dios esté satisfecho de él): «Ningún maestro se manifiesta a los discípulos si no ha estado determinado por inspiraciones (waridát) y si no ha recibido autorización de Dios y de Su Enviado». Nuestra causa está sostenida y el estado de sus adherentes salvaguardado por la bendición (baraka) de esa autorización y el secreto que implica; pero Dios es más sabio.


Por lo que respecta a lo dicho sobre la adhesión del corazón a la visión de la Esencia de nuestro Señor, ninguno de nosotros la posee mientras nuestro ego (nafs) no está extinguido, anulado, desaparecido, ido y aniquilado, como dice el santo Abu1-Mawáhib al-Túnsi (que Dios esté satisfecho de él): «La extinción es anulación, desaparición, salir de ti mismo y cesación»; y como dice el santo Abú Madyan (que Dios esté satisfecho de él): «Quien no muere, no ve a Dios»; y como han confirmado todos los maestros de la Vía. Y pobres de vosotros, pobres de vosotros si creéis que son las cosas sólidas o sutiles las que nos velan a nuestro Señor; no, por Dios, no es sino la ilusión (wahm) 2 lo que nos Lo vela, y la ilusión es vana, como dice el santo Ibn 'Atái-Lláh (que Dios esté satisfecho de él) en sus Hikam: «Dios no te está velado por cualquier realidad que coexistiera con Él, puesto que no hay realidad fuera de Él; lo que te Lo vela no es sino la ilusión de que hay otra realidad fuera de Él».


Comprobamos -aunque Dios es más sabio- que la extinción (al faná) se produce, si Dios quiere, en el más breve plazo con cierto método de invocar el Nombre de la Majestad: Alláh. Método que he encontrado en el venerable maestro, el santo Abul-Hassan ash-Shádhili (que Dios esté satisfecho de él), mencionado en algunos libros que posee un erudito entre nuestros hermanos de los Beni Zarwál, y que he recibido igualmente de mi noble maestro espiritual Abul- Hassan `Ali (que Dios esté satisfecho de él) con un aspecto algo diferente, más simple y más directo. Consiste en visualizar las cinco letras del Nombre diciendo Alláh, Alláh, Alláh. Cada vez que las letras se disolvían en la imagina ción, las reconstruía, y si se disolvían mil veces por el día y mil veces por la noche, las reconstruía mil veces por el día y mil veces por la noche. Este método me procuró vislumbres inmensas al practicarlo cuando inicié mi camino espiritual durante algo más de un mes. Me aportó grandes conocimientos junto a un intenso temor reverencia] (heyba),' pero no me cuidé de ellos, ocupado como estaba en la invocación del Nombre y la visualización de sus letras, hasta que transcurrió el mes; entonces un pensamiento se me impuso: «Dios (exaltado sea) dice que Él es el Primero y el último, el Exterior y el Interior (Corán, LVII, 2). Al principio, me aparté de esa insinuación, resuelto a no escucharla, y continué ocupándome de mi ejercicio; pero esa voz no me dejó; insistió y no aceptó mi negativa a escucharla, de igual manera que yo no aceptaba su forma de actuar y no le hacía caso; y al fin, como apenas me dejaba en paz, le respondí: «En cuanto a Sus palabras de que Él es el Primero y el último y de que Él es el Interior, las he comprendido bien; pero no comprendo Su afirmación de que Él es el Exterior, porque en el exterior no veo más que las cosas creadas». A lo que la voz contestó: «Si con Su expresión el Exterior entendiese algo distinto del exterior que vemos, no sería en el exterior sino en el interior (donde habría que buscarlo); pero yo te digo: Él es el Exterior». Entonces comprendí que no hay realidad salvo Dios, y que en el cosmos no hay más que Él, alabanzas y gracias a Dios.


La extinción en la Esencia de nuestro Señor se produce, si Dios quiere, por el método que acabamos de describir, en poco tiempo, pues por medio de él la meditación da frutos de la mañana a la noche, si la suspensión del pensamiento ha sido practicada durante un tiempo suficientemente largo; para mí, dio sus frutos tras un mes y algunos días, pero Dios es más sabio. Es seguro que si alguien practicase esa suspensión del pensamiento durante un año, o dos, o incluso tres, el pensamiento que a continuación se produciría alcanzaría un gran bien y un secreto deslumbrante.'


Con esto comprendí la sentencia profética: «Una hora de meditación es mejor que setenta años de práctica religiosa», dado que mediante tal meditación el hombre es transportado del mundo creado al mundo de la pureza, y también puede decirse: de la presencia de lo creado a la presencia del creador, y Dios garantiza lo que decimos.


A todo aquél que regresa del estado del olvido (ghafla) s al estado del recuerdo


(dhikr), le recomendamos que fije de continuo su corazón en la visión de la Esencia de su Señor, para que Ella le dispense Sus verdades, como hace con aquél cuyo corazón se adhiere a Ella; y que no se deje retener por los «fenómenos intuitivos» (waridát) en detrimento de las «recitaciones prescritas» (awrâd), no sea que eso le impida alcanzar el objetivo (al-murâd).






1. Tariqa: vía, método: la misma palabra designa también una cofradía sufí.


2. Al-wahm significa a la vez ilusión e imaginación; es la imaginación arbitraria, que obnubila y descarría, mientras que al- khayái a menudo designa la imaginación como facultad normal del alma, receptiva respecto a las formas arquetípicas; expresado en términos vedánticos, son los dos aspectos negativo y positivo de mdyá, que vela y descubre al mismo tiempo


3. Al-hayba es el estado que el alma experimenta frente a la Majestad aterradora de Dios, de la que la expresión «temor reverencial» no da cuenta sino débilmente.


4. Quizá no sea inútil recordar aquí que no se puede plantear la práctica de ejercicios espirituales fuera de la forma tradicional a la que pertenecen y fuera de las condiciones exigidas por ella; actuar de otro modo sería exponerse a graves peligros. Si el autor de estas cartas habla de una realización que se produce «en poco tiempo», -Shankara se expresa de manera análoga- es en razón de unas aptitudes espirituales cuyo equivalente, sin duda, hoy se buscaría en vano.


~ Al-ghafla es la negligencia, la inconsciencia o el olvido, que se oponen al despertar espiritual y al recuerdo (dhikr) actual de Dios.